«La educación ha sido la moneda de canje para realizar la política del gobierno. Ahora sí que ya podemos decir que se han sentado las bases para que no haya un sistema educativo español, sino diecisiete autonómicos»

Juan A. Gómez Trinidad
Estamos viviendo un momento histórico del que muchos de los alumnos de hoy, profesores del mañana, podrán hablar con la carga vivencial que supone decir: «yo estaba allí». Sin duda alguna, muchas cosas han cambiado en apenas un par de meses y modificarán, no sé hasta qué punto, las pautas de comportamiento y de enseñanza del futuro.
Como suele ocurrir en tiempos difíciles, cuando arrecian las dificultades y el dolor generalizado —y seguirán arreciando en la crisis económica que ya está aquí-, aparece la calidad de las personas, emerge lo mejor y lo peor de la condición humana. Y con ella las luces y sombras, las grandezas y miserias de las instituciones.
Aún están frescas en nuestras memorias las imágenes de los supermercados desabastecidos, del agotamiento de productos perecederos y del papel higiénico (¿?), pero también la de profesionales y voluntarios dando todo, incluso con el riesgo de su propia vida, como ha ocurrido en muchos casos.
Muchos han sido los héroes en estos tiempos de aislamiento y dolor, algunos de los cuales han gozado del reconocimiento social. Otros de forma más anónima, como son las familias y los profesores que se han enfrentado a situaciones para las que, a veces, no estaban preparados.
Para la mayoría de los profesores ha sido una inmersión en la enseñanza online, donde el voluntarismo, la generosidad, y el pundonor que caracteriza a los docentes, ha permitido seguir dando clases a pesar de la escasez de medios, y en algunos casos, de la falta de preparación y de hábitos telemáticos.
He podido comprobar de primera mano que muchos profesores, magníficos profesionales por otro lado, se han volcado de tal manera que su dedicación no tenía horario. El seguimiento y atención a los alumnos, superando las barreras de todo tipo, ha permitido una atención más personalizada, si cabe, que la presencial. Profesores que han compartido, en medio del aislamiento físico, sus experiencias, sus destrezas y también, por qué no decirlos, sus limitaciones e impotencias. Han demostrado que la enseñanza también puede ser una actividad compartida donde se utilice el saber experiencial, cosa tan difícil de conseguir en la educación española.
El seguimiento y atención a los alumnos, superando las barreras de todo tipo, ha permitido una atención más personalizada, si cabe, que la presencial
Sé de profesores que han realizado un esfuerzo ímprobo por localizar a cada uno de sus alumnos, y que han suplido personalmente la falta de medios materiales, la carencia circunstancial de libros de textos, e incluso de teléfono e internet que tenían algunos alumnos, en lugar de maldecir de la administración. Han sido los que han construido puentes reales y personales para salvar esas brechas digitales que los expertos y políticos han detectado, pero no siempre solucionado.
No menor ha sido el esfuerzo de las familias que han tenido que compaginar las tareas propias del hogar con las exigencias profesionales y convertirse a la vez en tutores docentes provisionales, en medio de las dificultades añadidas que suponía el confinamiento casero. Padres y madres que han dado una respuesta heroica cuando lo demandaban las circunstancias.
No puedo decir lo mismo de las administraciones educativas en general y del ministerio en particular. El estado de alarma decretado de acuerdo con la Constitución ha permitido al Gobierno central establecer un mando único y cerrar los colegios y centros de enseñanza, establecer las fases y condiciones de apertura de los centros etc.
Pero ese mismo Gobierno ha sido incapaz de imponer unas normas claras y unitarias para la educación en temas tan nucleares como es la obtención de los títulos de ESO y Bachillerato. La Conferencia Sectorial de Educación, en la que están presentes la ministra y todos los Consejeros de Educación, no ha logrado, por unanimidad, alcanzar un acuerdo en este asunto. Como resultado, el ministerio, ha realizado una dejación de funciones al permitir que cada comunidad autónoma fije los requisitos para poder, no ya promocionar, sino incluso titular.
El Gobierno ha sido incapaz de imponer unas normas claras y unitarias para la educación en temas tan nucleares como es la obtención de los títulos de ESO y Bachillerato
Así ocurrió en la reunión del 7 de abril cuyos acuerdos se recogieron posteriormente en la Orden EFP 365/2020 de 24 de abril que establece, en el Anexo III, que en lo que se refiere a ESO y Bachillerato, las Comunidades Autónomas podrán flexibilizar los criterios de promoción y titulación, de tal modo que: «No serán tenidas en cuenta limitaciones para obtener la titulación que afecten al número de áreas pendientes»
Es decir, que el ministerio a través de una Orden modifica una ley Orgánica. Vulnera el principio constitucional de jerarquía normativa basándose a su vez en un acuerdo, ni siquiera unánime, de la Conferencia Sectorial. En la práctica supone que para obtener el título de Graduado en Secundaria o de Bachillerato, no se exige lo mismo en todo el Estado. Ya ocurría en las pruebas de la EBAU, ahora ocurrirá en las titulaciones que son competencia del Estado.
¿La razón de esta auténtica brecha entre Comunidades que afecta a la igualdad y a la calidad de la enseñanza? La respuesta es bien sencilla: la educación ha sido la moneda de canje para realizar la política del gobierno. Ahora sí que ya podemos decir que se han sentado las bases para que no haya un sistema educativo español, sino diecisiete autonómicos.
Grandezas y miserias de estos tiempos de pandemia que traerán graves consecuencias, no sólo sanitarias. Como dijo alguien, «cosas veremos que nos helarán el corazón, y nos nublarán la mente».
Pero a pesar de todo, y volviendo al reconocimiento de tantos sacrificios, de tanta generosidad, de tantos esfuerzos, por encima de los intereses cortoplacistas de algunos políticos, basta mirar cómo ha funcionado la educación en estos dos largos meses para decir como Camus en La peste: «hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio».