Ya está aquí la esperada “nueva normalidad” y, con el fin del estado de alarma, quedan atrás momentos muy difíciles en los que, al estrés emocional por la situación sanitaria y las medidas de confinamiento, se sumó la difícil tarea de conciliar vida familiar y laboral. Mi testimonio es uno más y sonará a muchos lectores. Me considero de los afortunados, de los que no han tenido que vivir las variables más estresantes, que son la pérdida de un ser querido, el desempleo o el no poder hacer frente a las facturas del mes. Mi mujer y yo somos profesores, ella de la especialidad de Orientación y yo de Organización y Gestión Comercial, aunque me encuentro en estos años trabajando en el sindicato ANPE y, en esta pandemia, mi objeto de trabajo han sido los profesores y no mis alumnos. Tenemos dos hijos en edad escolar, uno en 2º y otro en 4º de Primaria, que acuden a un colegio público de mi ciudad.
Las primeras semanas fueron de auténtica locura intentando conjugar lo emocional y lo laboral. En lo laboral supuso un cambio drástico en la forma de trabajar, con una parte de horario de trabajo libre, pero con numerosas reuniones por videoconferencia a las que amoldarse. Al mismo tiempo, había que atender las tareas escolares de los niños, que llegaban a nuestros correos a diario sin horario establecido, y facilitar sus clases virtuales. Conjugar esto con dos dispositivos digitales era tarea casi imposible, por no hablar de los inconvenientes que tiene no ser informático cuando se presentan dificultades tecnológicas. En el ámbito emocional la tarea no fue menos complicada. Hubo que hacer equilibrios entre nuestras incertidumbres y miedos por la situación sanitaria, viviendo por primera vez en nuestras vidas el encierro, con el cuidado de transmitir a nuestros hijos la información justa para que conocieran la situación y los valores solidarios de lo que significaba quedarse en casa y adoptar medidas higiénicas, pero sin pasarse para que no les crearan miedos exagerados. Vivimos días de auténtica montaña rusa de las emociones.
Pero, si algo tengo claro y quiero destacar, es que hemos salido reforzados superando el reto con creces. El papel de toda la comunidad educativa ha sido modélico, empezando por los niños y la gran lección que nos han dado adaptándose y asumiendo la situación de forma ejemplar. Siguiendo con la gran labor del profesorado, ha afrontado un sobresfuerzo que no ha tenido la visibilidad y el reconocimiento social que merece. Los profesores han cambiado su forma de trabajar en un tiempo récord, de forma autodidacta y con sus propios medios, para dar respuesta a familias y alumnos y poder continuar con “el cole en casa”. Han sido un apoyo emocional fundamental para las familias y han puesto todo su empeño para que ningún alumno quede atrás. Por último, destacar la gran labor de las familias, sin las cuales la educación a distancia no hubiera sido posible.
El lado menos positivo constatable en esta crisis ha sido la brecha social, con el acceso a esta educación a distancia en inferioridad de condiciones para muchos niños. Ahora más que nunca se ha puesto en valor la escuela como compensadora de desigualdad social. Cuando los niños entran por la puerta de un colegio, todos tienen las mismas oportunidades, respecto al acceso a instalaciones, material, enseñanzas, trato, interacción social, etc., en sus casas no. La falta de dispositivos tecnológicos y de conexión, situaciones socio-familiares de riesgo, poca posibilidad de ayuda académica, vivienda en malas condiciones y otras circunstancias han sido el condicionante que, para demasiados niños, ha supuesto barreras infranqueables que han imposibilitado la continuidad de la educación a distancia. No me cabe duda de que esta situación vivida va a impulsar cambios en el futuro y, a poco sentido común que apliquemos, los ejes fundamentales de los cambios deberían potenciar la sanidad y la educación públicas.